Misiles iraníes sobre Tamra, el pueblo israelí de población árabe
Hay veces en los que la lotería que separa la vida y la muerte le pasa a uno rozando. Cuentan en el barrio que Ehab, un hombre en la cuarentena, no sabe bien qué habría preferido, de qué lado habría querido quedarse. A última hora del sábado, estaba introduciendo la llave en la puerta de su casa cuando se produjo el descomunal estruendo. Todo tembló, y el edificio de dos plantas que acoge la vivienda de Ehab y de su hermano en la localidad de Tamra (norte de Israel) quedó casi en ruinas. Un misil lanzado desde Irán acababa de impactar de lleno.
Él se salvó de milagro. Pero el hachazo de la explosión le arrancó de cuajo a gran parte de su familia. Su mujer Manar, de 41 años; sus hijas Shadah, de 20, y Hala, de 15; y su cuñada, también Manar, de 46. Las dos mujeres son dos conocidas maestras de escuela de esta localidad israelí de población árabe. Solo se salvó una de las personas que se encontraban en ese momento en casa. Es Razan, de 18 años, hija también de Ehab. Los vecinos cuentan que el padre está ahora cuidando de ella en el hospital.
Israel e Irán llevan tres días intercambiando ataques desde que el Estado judío lanzó el viernes una ofensiva nunca vista contra el que considera su mayor enemigo. Los proyectiles iraníes han matado en las últimas horas a 10 personas —incluidas las cuatro de Tamra—; en estos tres días, 13 fallecidos en Israel, mientras que los muertos en la República Islámica ascendían, hasta el sábado, a 120, según medios iraníes que citan fuentes gubernamentales.
Uno de los que merodea por la escena del ataque de Tamra hablando con policías, vecinos, funcionarios que evalúan daños y empleados de emergencias es el alcalde de la localidad, de unos 20.000 habitantes. “Es obvio que el misil iba dirigido a Haifa y no aquí a Tamra”, afirma Musa Abu Rumi. Lo dice consciente de que el régimen iraní busca los mismos objetivos que Israel golpea en Irán y entre ellos están las infraestructuras energéticas. Haifa, en el norte, es el principal puerto del país y su bahía acoge la mayor refinería de petróleo, que fue alcanzada en uno de los ataques de este fin de semana, aunque su actividad esencial no se ha visto interrumpida, según la empresa que la gestiona.
“Debemos reconocer que hay veces que falta precisión y por eso ha acabado aquí”, agrega. Pero el primer edil de Tamra no tarda en reconocer que la comunidad árabe-israelí, un 20% de los 10 millones de personas que pueblan Israel, son una especie de ciudadanos de segunda incluso a la hora de ser protegidos de los ataques. “Hay una estrategia para proteger especialmente determinadas zonas del país y, desgraciadamente, las comunidades árabes no estamos entre esas prioridades del gobierno”, lamenta.
El impacto fue de tal magnitud que 18 horas después, en la tarde del domingo, aparecen todavía restos de alguna de las víctimas a unos 50 metros de distancia, en el jardín de unos vecinos. Uno de ellos, Baker Hiwan, de 25 años, no tiene palabras para explicarlo. Asomado en la azotea de su vivienda, cuenta: “Se cayó la electricidad y todo se quedó oscuro. Todo eran nervios, miedo… No sabes qué hacer. Solo se escuchaban gritos”.
Entre los escombros y los hierros retorcidos asoman prendas de ropa, libros, objetos personales, documentación… todo envuelto en una capa de polvo. Pasado el mediodía, comienza el ruidoso desfile de excavadoras para arrastrar con sus palas y cargar en camiones todo lo que no pueda recuperarse.
Yasmín Marisat, una doctora de 28 años, fue de los primeros en llegar al lugar del impacto, algo después de las once de la noche. Lo que encontró fue una “escena apocalíptica y catastrófica”, describe 14 horas después todavía sobre el terreno luciendo su casco naranja, con la mochila a la espalda y su uniforme de emergencia. Cuenta que muchos de las personas a las que atendieron no sufrían más que ataques de pánico, pero que el total de heridos es de una veintena.
A principios de siglo, Ehab y su hermano habían levantado un chalé que dividieron en dos casas de dos plantas cada una. Una para cada familia. Es normal que así sea entre los árabes palestinos, que dominan en su integridad la población de esta localidad a las afueras de Haifa, tercera ciudad de Israel por tamaño. Les quedó un edificio recargado, robusto y amplio. En el exterior dominaban las fachadas gris cemento repletas de ventanales, rosetones y celosías. Una buena construcción amoldada a la ley que exige disponer de refugio o habitación de seguridad (miklat, en hebreo) en caso de ataque aéreo. Ellos disponían de dos en cada casa. Pero la fuerza bruta del misil se impuso. La destrucción es de tal calibre que los equipos de emergencia encontraron uno de los refugios de la planta superior hecho un acordeón sobre el que estaba justo debajo.
Toda actividad se congela en la calle del siniestro en torno a las cuatro de la tarde. Saltan en los móviles las alarmas ante otro posible ataque. La policía presente en el lugar reclama a todos que busquen refugio. Una veintena de personas coincide en el miklat de uno de los chalés golpeados por la explosión pero que se mantiene en pie. Uno de ellos es el padre Simón, un cura cristiano llegado desde la región de Galilea, a expresar su solidaridad con las víctimas. “Dios es la verdadera luz”, afirma entre las apreturas del refugio a oscuras antes de que, pasado el peligro, abandone la vivienda y, afable, siga repartiendo bendiciones a su paso.
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